martes, 28 de agosto de 2007

El derecho a la información en la agenda del ombudsman

Javier Darío Restrepo *
Aunque con distintos nombres, los reclamos de los lectores se repitieron cuando pasé de ser Defensor del Lector del diario El Tiempo, en Bogotá, al periódico El Colombiano de Medellín. En uno y en otro caso la queja vehemente tenía que ver con la información política.
¿Cómo es posible que en mi periódico liberal, del que he sido suscriptor desde mi juventud -decía por el teléfono un hombre aparentemente de edad avanzada-, cómo es posible que ahora aparezca con la fotografía a todo color de un candidato conservador en la primera página? Eran los primeros meses de mi ejercicio como defensor y coincidían con lo más intenso de una campaña electoral. Después las cartas de los lectores tomaron otra dirección: la del debate entre los seguidores políticos de Juan Manuel Santos, miembro de la familia Santos, propietaria del periódico, y los que rechazaban al joven político: los primeros creían que el periódico no lo trataba con equidad y que lo había silenciado; los otros consideraban excesivos los espacios de información sobre su actividad política.
Al llegar a El Colombiano las cartas al defensor denunciaban una parcialidad del diario a favor de los políticos amigos de la casa Gómez Martínez, copropietarios, mientras otros, los menos, defendían la posición editorial y la seriedad imparcial de sus informaciones.
La sola presencia de un defensor en un periódico parece convocar a los lectores para ejercer el derecho a exigir la información de su interés y a que ésta tenga prioridad sobre los intereses de los dueños o directores del medio. Oscuramente entienden que formulan un reclamo justo; que en las informaciones políticas se deben respetar reglas de juego basadas en la equidad; que, como lectores, merecen respeto para sus opiniones políticas; que el hecho de ser suscriptores les da una calidad parecida a la de los accionistas para sentirse como “de la casa” y, por tanto, a ser tenidos en cuenta. El defensor, sin embargo, tendría que ser más ambicioso y buscar algo más: activar la conciencia de un derecho al que esos lectores aún no denominan por su nombre: el derecho a la información.
La conciencia de ese derecho nace cuando se lo descubre, que es tanto como avanzar en el conocimiento de la naturaleza humana y en los fundamentos de su dignidad. El de la humanidad ha sido un largo proceso de descubrimiento de sí misma, en que los grandes hitos corresponden al hallazgo de sus derechos.
A los constituyentes de 1789 en París, les resultaba claro que el derecho a la libre expresión, retenido con mano de hierro por los reyes, buscado a precio de sangre por tantos defensores de ese derecho, ejercido clandestinamente entre las sombras de la subversión por los anónimos o seudónimos autores de las numerosas hojas con que se alimentaba el espíritu de la revolución, ese derecho, digo, debía proclamarse en aquella asamblea constituyente como una adquisición del ser humano. Era algo parecido, así lo sentían, a dar por completo y por fin acabado, el cuadro de la persona humana, hasta entonces mutilo. Hubo entonces euforia por el hallazgo y los ecos de la celebración por ese logro aún no terminan. Estallan, como cohetes de fiesta de acción retardada, cada vez que un periódico proclama ante gobiernos con acentos dictatoriales, o ante anunciantes que remedan dictadores, el derecho a expresarse sin las cortapisas del poder.
Pero aquellos denodados defensores de la libertad de expresión en 1789 aún no conocían el otro derecho, el derecho a la información. Es decir, su conocimiento de la naturaleza humana y de sus derechos, a pesar de sus heroicos avances, era incompleto. La misma limitación tuvieron los grandes defensores de la libertad de prensa, que llegaron a darle un valor absoluto y que concentraron en ella, como objetivo único, toda su capacidad defensiva.
Esto explica por qué durante siglos se tratara como un derecho de una sola vía y que tuviera un sobredesarrollo el derecho del que emite o del que informa, y que alrededor de él se tejiera una espesa malla de defensas legales y constitucionales y de una rica jurisprudencia, hasta que hombres, como el juez Byron White, dieron los pasos hacia un nuevo hallazgo.
La licitación pública para unas licencias de radio convocó en esa ocasión a un numeroso grupo de aspirantes entre los que sólo una parte resultó favorecida con la concesión. Los que no fueron favorecidos, acogiéndose al texto de la Primera Enmienda, alegaron como absoluto su derecho a emitir y sometieron el caso al examen de la Corte, en la que se produjo finalmente la célebre sentencia Red Lion en la que el juez White decidió: “No hay un derecho que garantice a todos a emitir; las frecuencias son limitadas y a algunos pocos debe privilegiarse sobre otros (...) La comunidad como un todo retiene sus intereses de libre expresión por radio y su derecho colectivo a tener los medios funcionando consistentemente con los propósitos de la Primera Enmienda. Es el derecho de los televidentes y radioescuchas, no el derecho de los medios, lo que importa”.
A la vista de sentencias como ésta se puso en evidencia el desequilibrio que había creado la pretendida absolutización de ese derecho. Los derechos, como la justicia, son equilibrio; son el resultado de la armonía entre fuerzas opuestas, y esto no había sucedido en el caso del derecho a informar; ni se había desarrollado una visión clara del papel de la responsabilidad, que es la madurez de la libertad; ni había aparecido esa indispensable dimensión de la libertad de expresión, que es su objetivo y justificación: el derecho a la información, que es el derecho de quien recibe.
Esta jurisprudencia se dio casi al mismo tiempo con expresiones autorizadas como la de Naciones Unidas que en 1948 en su Carta Internacional de Derechos Humanos proclamó el “derecho de investigar y recibir información y opiniones y el de difundirlas.” En 1964 el Papa Juan XXIII fue más explícito: “Todo ser humano tiene derecho natural a la libertad para buscar la verdad y tener una objetiva información de los sucesos públicos,” escribió en Pacem in Terris. Y en 1978 UNESCO agregó: “La información es un componente fundamental de la democracia y constituye un derecho del hombre de carácter primordial, en la medida en que el derecho a la información valoriza y permite el ejercicio de los demás derechos”. De esta última subrayo la expresión que califica a este derecho como el que valoriza y permite los demás derechos, incluido desde luego el derecho a informar. Se informa porque alguien necesita información, que si no existiese ni esa necesidad, ni ese sujeto, la tarea de informar carecería de sentido; el derecho a la información es, pues, ontológica y temporalmente anterior al derecho de informar, es el que le da sentido y equilibrio, sin ese necesario peso el acto de informar se convierte en un arbitrario y abusivo uso del poder de la información.
Al desarrollo de la doctrina no correspondió el de las prácticas, puesto que el recorrido de las ideas desde el cerebro hasta las manos suele ser largo y tortuoso; la formulación de un derecho, tras el laborioso proceso de su descubrimiento, no lo es todo, es apenas el comienzo de un largo período, como el de las semillas en la tierra, de germinación y de crecimiento, hasta que cambian la historia. A Lenin le atribuyeron la contundente frase que expresa esa paciente espera e irrevocable suerte: por donde pasan las ideas, 50 años después pasarán los cañones.
El panorama que debía cambiar -equivoqué el tiempo del verbo- ...el panorama que debe cambiar es el de un derecho que se considera absoluto e indiscutible, el de los que informan, que en consecuencia se sienten dueños de la información, amos de un imperio al que le rinden culto soberanos, potentados, famosos, narcotraficantes y terroristas que, sin ellos, los reyes del imperio de papel o del espectro electromagnético, serían patéticas figuras solitarias y mudas. Castells lo precisa con rigor científico al hablar de los políticos y gobernantes encerrados en la prisión de los medios. Esa envanecedora condición es más que suficiente razón para que los que emiten se consideren dueños de un poder absoluto.
Esta situación lejos de atenuarse se ha agravado en nuestros días merced a la aparición de nuevos factores: los medios de comunicación se han convertido en parte de poderosos complejos empresariales en los que predomina, con todas sus consecuencias, la lógica comercial.
Dicho así, éste es un lugar común que se maneja en esta clase de eventos; pero algo nuevo y alarmante aparece cuando se examinan sus implicaciones que lógicamente conducen a la necesidad de defender y activar el derecho a la información.
En efecto, se trata, hoy por hoy, de un poder gigantesco que domina en nuestros días. Hasta hace unas décadas el punto de referencia que permitía hacerse una idea de ese poder era la oleada de pánico desatada por Orson Welles con su emisión radial sobre la invasión de los extraterrestres. Hoy ese episodio parece inocente frente a la invasión permanente de los medios que cambian hábitos de consumo, arrasan culturas y homogeneizan audiencias mundiales, estimulan guerras, orientan la economía y la política, cambian la visión de la vida, imponen modas y logran que sea verdad lo que ellos mantienen como tal, y desaparecen como hechos los acontecimientos que los medios de comunicación silencian. Esas colosales empresas reúnen a la vez periódicos, canales de televisión, estaciones de radio, estudios de cine, televisión por cable, agencias de publicidad, juegos de video, páginas y portales de Internet, producción de DVD y todo cuanto la tecnología de las comunicaciones ha permitido crear. Reunidas todas estas actividades por poderosas empresas, desaparecen las fronteras que las separaban y, desde luego, se convierten en cosa del pasado las incompatibilidades éticas que mantenían fronteras entre periodistas y publicistas, por ejemplo, o entre periódicos y empresas distribuidoras de películas.
No sólo desaparecen esas barreras protectoras del interés de los receptores, es que desaparecen también los ciudadanos. El receptor de informaciones está dejando de contar. En unos pocos años ha desaparecido ese rasgo de identidad que le daba toda su dignidad al periodismo, por ejemplo, o sea su dedicación al servicio de la sociedad. Ese servicio incluyó, en los momentos más deslumbrantes y sobrecogedores de su historia, la entrega de la vida del periodista, o el destierro, o la prisión. Ésa es una historia que ya no tiene vigencia, salvo como registro hagiográfico, en los medios regidos por la lógica comercial de las grandes empresas.
La gran empresa puede producir automóviles, o cervezas, o servicio de transporte aéreo, o productos petroquímicos de alta calidad, pero nunca un buen periodismo, porque éste se hace cuando se informa para servir al lector y cuando lo inspira el progreso de toda la sociedad; objetivos que a la gran empresa no le importan, como lo reflejan los periódicos y revistas, las emisiones de radio y televisión en que son más importantes los avisos que las noticias. La proporción de 60% de información por 40% de publicidad desapareció bajo la presión y los buenos argumentos de los publicistas.
Para una lógica comercial, no puede tener importancia un producto que no se vende; y la información es gratuita en la televisión y en la radio y en el medio impreso se está convirtiendo en una coyuntura o pretexto para publicar avisos, situación que, de paso, ha cambiado el status del periodista. Ryszard Kapuscinski decía que la degradación del periodismo comenzó cuando coincidieron dos causas: la conversión de la noticia en mercancía y la masificación del periodismo. Son dos causas que se complementan y refuerzan: la mercantilización de la noticia le quita a la información periodística toda su dignidad, y si algo le resta, ésta desaparece en manos de periodistas que llegan al oficio, no por pasión, sino por cálculo o como un recurso último después del fracaso para encontrar una carrera fácil, o como fórmula para hacerse rico y famoso, que si alguno lo logra suele ser a costa de su conciencia o de sus deberes para con el lector.
La realidad creada por las grandes empresas es otra: la proletarización del periodista que, de ser líder de la sociedad, llegó a ser un sobreviviente, es decir, alguien que desempeña el oficio para mal comer. En esas condiciones el periodista cambió de bando y dejó de estar al servicio de sus lectores para estar bajo las órdenes de sus patrones, los empresarios.
El resultado está a la vista: el mundo vive la emergencia de una información contaminada, pero no con la conciencia clara con que padece y protesta por la contaminación del aire o de las aguas. Ya es un escándalo que el agua para beber tenga que ser embotellada y se está dando el caso del aire, que se vende purificado para uso individual; de la misma manera habría que pensar en los mecanismos de suministro de información descontaminada. Anotaba Ignacio Ramonet, de quien son estas ideas, que con la información ha ocurrido un proceso análogo al de los alimentos que, de ser escasos, se volvieron abundantes y variados, pero sospechosos de contaminación. La información de escasa y lenta -la noticia de la muerte de Napoleón se supo aquí cinco meses después y la victoria de Ayacucho se conoció en Caracas tres meses más tarde- se ha convertido en abundante y veloz. Hoy los hechos se conocen al instante y a través de numerosas fuentes, pero es una información bajo sospecha de contaminación. Por cuenta de dos informaciones falsas -el ejemplo es de Ramonet-, Estados Unidos y sus aliados se fueron a la guerra.
La degradación de la información y de los periodistas no lo es todo. Al lector se lo desconoce como receptor de información, pero cuenta a la hora del rating y de las cifras de circulación. Hoy se está recordando con la misma nostalgia con que se recuerdan los buenos tiempos idos, el discurso de Pulitzer al inaugurar uno de sus periódicos en que formuló, como un credo, la convicción de que los anuncios, el dinero y las noticias estarían al servicio del lector. Hoy el lector es un producto que se vende a los dueños de los avisos.
Esto es lo que nos está pasando o a punto de pasarnos. Mientras la tecnología de las comunicaciones avanza y se perfecciona, la crisis de la información pública es cada vez más aguda.
Pero frente a las situaciones de crisis la sociedad suele generar sus propias soluciones, de la misma manera que la conciencia de los errores se convierte en el comienzo de un aprendizaje para corregirlos y evitarlos. En el pasado o no se los veía, o no se los sentía; hoy son cada vez más conocidos y para prevenirlos aparecen los manuales de estilo o los códigos éticos que los medios adoptan como guías para la producción de piezas de comunicación de calidad y de acuerdo con unas políticas editoriales inspiradas en principios éticos y técnicos.
Son textos cuyo propósito es el de mantener vigente un deber ser de la profesión y de los medios, como el que se vieron obligados a expresar los periodistas de Time cuando su revista hizo parte del paquete negociado para la fusión AOL-Time-Warner. En el editorial publicado en esa ocasión expresaron lo que en todo manual de estilo se escribe a manera de preámbulo: que lo primero es el lector y su derecho a la información libre.
Junto con los manuales, la publicación de los códigos éticos, de la empresa y de los periodistas, fue una práctica que se generalizó en el siglo XX casi paralelamente con el desarrollo tecnológico de las comunicaciones. A mayor tecnología, más problemas éticos, nacidos de la convicción creciente del poder de los medios. Los códigos de otros siglos se reconocen como rarezas de anticuarios, que es el caso del credo de Benjamín Harris, conocido en 1690 y concentrado en los deberes de verdad, objetividad y exactitud. Tienen un aire de precursores los periodistas polacos que en 1890 se obligaron a seguir unas normas deontológicas que luego recogerían en múltiples códigos los periodistas del siglo XX. Ante la acumulación de preguntas y problemas que plantea el desarrollo de los medios, como tecnología y como empresas, la formulación de los grandes valores de la profesión se ha hecho necesaria, tanto como las brújulas en los barcos sacudidos por una tempestad. Con los medios de comunicación está ocurriendo lo que con las grandes empresas amenazadas por el huracán que provocó el colapso de Enron y una decena de compañías más, que estaban a merced de ejecutivos corruptos. La dura lección está enseñando que la ética es un activo indispensable para la supervivencia empresarial. El New York Times lo aprendió y con él los medios de comunicación que han tenido la honradez suficiente para entender que la credibilidad es un activo que debe cuidarse con un celo mayor que el consagrado a las rotativas y equipos de computación. En algunos países europeos, sobre todo, se ejerce un control a través de los Consejos de Prensa en que participan periodistas y lectores, como socios dentro del mismo proyecto; pero los códigos y manuales pueden ser letra muerta, un formulismo burocrático, si en los medios no se mantiene viva la conciencia de su necesidad. Y es aquí donde aparece la institución del Defensor del Lector.
Era necesario este largo recorrido en que han aparecido con toda su magnitud los problemas y perspectivas del periodismo de hoy, para resituar al Defensor del Lector. En el siglo XX este personaje atendió los más diversos menesteres: desde vigilante de la ortografía, la sintaxis y la buena calidad en el diseño y la impresión, pasando por el menester de recolector de quejas de toda índole: ejemplares que llegaban atrasados, o incompletos, lectores enojados por el escaso o excesivo espacio dedicado a una noticia, lectores en descuerdo con las políticas editoriales del medio, lectores ofendidos por alguna referencia o información dañina y así, hasta formarse alrededor de él una algarabía que le ha impedido ir más allá.
Mientras tanto, la imagen que proyecta el defensor ha sido cambiante y variada hasta el punto de crear confusión.
Una encuesta a 250 periodistas de tres diarios de Lisboa arrojó una imagen negativa de los defensores como moralistas en exceso, agresivos con los periodistas, nada independientes, agresivos con los lectores y con interés desmedido en los asuntos técnicos. Pero al lado de esta percepción figuraba otra, mayoritaria, la de los que veían al defensor como la puerta abierta del diario, o como el que recuerda los principios éticos, o el que estimula la autocrítica, o el que enseña la actividad periodística al lector u obliga a una mayor prudencia.
En un severo juicio Ignacio Ramonet afirmaba, en una reciente conferencia en Nueva York, que en este comienzo de siglo el ombudsman, absorbido por el ambiente contaminado de los medios comprados por las grandes empresas, se ha mercantilizado, se ha degradado y convertido en coartada para reforzar la credibilidad de los medios.
Tal variedad de conceptos y calificativos ratifica que una función tan amplia como la del defensor, aún no se puede dar por definida.
Está bien que el defensor lleve a cabo en el medio una función parecida a la del departamento de control de calidad en una fábrica; pero no es toda su función.
Está bien que su presencia y su actividad en el interior de un medio haga sentir a los lectores que alguien los representa y defiende sus derechos; se amplía así su función, pero resulta sospechosamente cercana a la de un relacionista público del medio.
Está bien que el defensor lleve a la redacción el aire fresco de nuevas iniciativas, de ideas renovadoras, pero esto no lo es todo.
Está bien que el defensor se convierta en un generador de credibilidad; en un argumento claro y viviente de la voluntad del medio para entregar al lector un servicio de excelencia; pero el defensor es más que eso.
Lo definía Hugo Aznar como el trabajador más solitario de un periódico porque nadie le da órdenes, ni tiene capacidad para ordenar nada; y así tiene que ser porque actúa con el poder y los límites de la conciencia. En las redacciones, como en el interior del ser humano, esta persona-conciencia no impone ni prohíbe, no sanciona ni premia, solamente comunica en silencio, con voces que no siempre se oyen pero que recuerdan qué es lo que debe hacerse. Esta es parte de su tarea, la de ser conciencia del medio, y se acerca a la utopía de su acción cuando actúa, a través de sus variadas funciones, como la conciencia del derecho de los lectores a la información.
La revolución educativa que llevó a cabo el pedagogo brasileño Pablo Freire logró un cambio de actitud en los educadores que, de la arrogancia de quien cree estar en la obligación de llenar con conocimientos unos recipientes vacíos, sus alumnos, llegaron a la certeza de que nadie educa a nadie, porque todos recibimos unos de otros. Es el mismo cambio de actitud con que se desplaza la arrogancia de los medios de comunicación, que de dueños exclusivos de la verdad, pasan a ser interlocutores en unos casos, mediadores casi siempre entre los distintos sectores de la sociedad. Cuando ese cambio se da, el receptor de las informaciones deja de ser visto como un ente pasivo, porque de él siempre se espera y demanda un aporte. Sus cartas, sus opiniones, sus informaciones no se reclaman con la cortesía helada de los relacionistas, sino con el interés profesional con que se busca un contacto real y una visión clara de la realidad. El lector deja de ser alguien ajeno, y se redescubre como parte de la comunidad que crea la palabra del medio de comunicación. Es la actitud que el defensor aclimata y promueve cuando entiende y ejecuta su labor de representar -atención al verbo, presentar doblemente- al lector en la redacción. Así comienza a mirarse el derecho a la información en el reconocimiento del sujeto de ese derecho.
Suelo recordar al lector que protestó porque, entre dos informaciones sobre premios, se le había dado en la primera página la prioridad de la foto en color y del titular de cuatro columnas a un campeón de patinaje y se había dejado en una modesta columna segundona a dos investigadores que habían ganado sendos premios de ciencias. Aquél lector alegó el derecho a una agenda que reflejara la importancia real de los hechos y no la apariencia ni el interés comercial del periódico. El derecho a la información aflora a la conciencia a través de la exigencia de una agenda del lector, no necesariamente coincidente con la agenda del medio de comunicación, ni con la agenda de los poderes que presionan en los medios. La presencia del gran capital en un periódico tiende a convertirlo en dócil caja de resonancia de los intereses empresariales y a silenciar cualquiera otra voz. Como en las ciudades griegas, en las que el ciudadano se reconocía porque tenía el derecho a la palabra y al esclavo, porque se le imponía el silencio, en las ciudades democráticas de hoy se ha convertido en una anormalidad normal que unos hablan -los dueños del poder de los medios- y que otros callen -los que reciben silenciosa, dócil y pasivamente el mensaje de los medios-. Romper ese dañino e injusto orden de cosas con el reclamo del derecho a la información, a través de la introducción de la agenda del lector y de la sociedad, es la tarea que cumple el defensor cuando somete a crítica temas y contenidos, cuando señala y denuncia vacíos, cuando rechaza las redundancias impuestas por el interés de los poderosos.
Cuando el Defensor del Lector está integrado a la redacción del medio y hace parte de su cotidianidad, llega a ser un guía a través de su trabajo con la redacción. Con los periodistas comparte experiencias, con ellos adelanta reuniones de actualización, de búsqueda y de autocrítica, que ponen en su mano instrumentos pedagógicos para proponer nuevas actitudes y revisiones renovadoras. Así el defensor puede sacudir rutinas y promover el desmonte de estereotipos, entre los que aparece con frecuencia la tradicional mirada de la historia desde el poder. Es el periodismo que se hace con entrevistas a quienes están en el poder: el rico, el famoso, el gobernante, el jerarca, el alto oficial; es decir, todos los que miran los hechos desde arriba. La conciencia del derecho a la información indica que esa es una información parcial, que impide conocer las realidades desde todos sus ángulos, que debe ser complementada y enriquecida con la visión de la historia desde abajo. Es decir, se trata de pensar la información desde sus destinatarios; una perspectiva que se descubre, no en los textos, sino en el ejercicio mismo del oficio con la ayuda y orientación de un defensor del lector que ha asumido con todo rigor la defensa de los derechos del lector.
Al desconocido que en el pasillo de salida de un avión me preguntó con seriedad de sepulturero: ¿a quién defiende el defensor?, no le pude responder porque la impaciente fila de viajeros se puso en movimiento, pero la respuesta que debí darle fue en este sentido: el defensor defiende la credibilidad del periodista y por eso lo estimula a fortalecerla y defenderla, porque a mayor credibilidad del periodista, mayor credibilidad del medio y un medio con credibilidad les presta a sus lectores el máximo de los servicios: una información en la que puedan creer.
Ser creíble es, desde luego, un triunfo del periodista, pero más que eso, es un servicio que se le presta al lector porque la credibilidad genera confianza, que es esa seguridad de que no habrá engaño, ni abuso, ni manipulación. Es, en otro orden, lo que convierte nuestra casa en morada, ese lugar donde la comida, la bebida, el afecto, el descanso, todo es sano y confiable. Allí no hay lugar para la duda, ni para la sospecha, por eso es morada, el sitio que no se cambia por ningún otro en el mundo.
La información confiable, esa que se acepta a ojo cerrado porque asegura el respeto a todos los derechos, es la que dan medios y productos con credibilidad. Es la que se echa de menos en un mundo de mentira en donde todo está contaminado, especialmente la información que se produce en los grandes medios en donde predomina el interés de los poderosos.
Un defensor del lector que se aplica al fomento y defensa de la credibilidad de los periodistas es mucho más que un simple oidor de quejas; es más que un inspector de calidad; supera en todo a un relacionista público preocupado por una imagen institucional; en nada se parece a un severo vigilante de la redacción. No se trata de asumir nuevas y originales tareas sino de unificarlas bajo una intencionalidad clara: convertirlas en elementos pedagógicos para hacer real el derecho del lector a la información.
Decía Sócrates en su discurso ante los jueces que lo habían condenado a muerte por impiedad, que él había sido colocado en la ciudad como junto a un caballo grande y noble, pero un poco lento por su tamaño y que necesitaba ser aguijoneado por una especie de tábano. “Según creo, afirmaba, el dios me ha colocado junto a la ciudad para una función semejante y como tal, despertándoos, persuadiéndoos y reprochándoos uno a uno, no cesaré durante todo el día de posarme en todas partes.”
Cuando releo esos verbos: despertar, persuadir, reprochar, y recreo la imagen del tábano que no deja dormir, que mantiene al gran animal en movimiento, creo encontrar una buena razón para pensar que Sócrates hablaba también del Defensor del Lector.

* Javier Darío Restrepo tiene 48 años de trayectoria periodística. Es miembro fundador de la Comisión de Ética del Círculo de Periodistas de Bogotá, del Instituto de Estudios sobre Comunicación y Cultura (IECO), de la Fundación para Libertad de Prensa y de Medios para la Paz. Ha sido defensor del lector de los diarios El Tiempo y El Colombiano. Es autor de numerosos libros y artículos en materia de comunicación social y ganador de diversos premios como el premio a la ética periodística del Centro Latinoamericano de Prensa (1997). Es colaborador de Sala de Prensa. Esta es la ponencia que presentó en el Congreso Anual “La autorregulación en los medios: el ombudsman como una alternativa viable”, organizado por la Facultad de Comunicación de la Universidad de Piura (Perú), en Lima los días 27 y 28 de octubre de 2004.

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